Soberanía Nacional | 20 de Noviembre de 1845 Batalla Vuelta Obligado
En 1845 la Confederación Argentina, gobernada por Juan Manuel de
Rosas, sufrió la alevosa agresión militar de las dos principales
potencias de la época: Gran Bretaña y Francia, que venían cebadas de
sendas apropiaciones coloniales en China y Argelia. Contaban con el
apoyo explícito del bando unitario emigrado a Montevideo y el de
Fructuoso Rivera, que había derrocado en esa ciudad al gobierno legítimo
de Manuel Oribe. Este, a su vez, sitiaba la ciudad por tierra y, desde
hacía meses, por el río lo hacía la flota del viejo y glorioso almirante
Brown. Los europeos también especulaban con el apoyo eficaz del Imperio
del Brasil, interesado en la Mesopotamia y en la Banda Oriental. Por su
parte, los Estados Unidos de Norteamérica, que ya habían proclamado la
doctrina Monroe, la dejaron de lado para otras oportunidades más
propicias: estaban demasiado ocupados en la anexión del estado mejicano
de Texas.
La flota anglo-francesa primero ocupó Montevideo, exigió la libre
navegación de los ríos interiores argentinos, y se apoderó mediante su
artillería de grueso calibre –sin previa declaración de guerra- de la
débil escuadra de Guillermo Brown, quien le escribió a Rosas: “Tal
agravio demandaba imperiosamente el sacrificio de la vida con honor, y
sólo la subordinación a las supremas órdenes de V.E. para evitar
aglomeración de incidentes que complicasen las circunstancias, pudo
resolver al que firma a arriar un pabellón que durante treinta y tres
años de continuos triunfos ha sostenido con toda dignidad en las aguas
del Plata”. La enseña azul y blanca de los buques argentinos fue
reemplazada por la francesa o inglesa, y todos sus marinos apresados. El
mando de la escuadra apoderada se le otorgó al aventurero José
Garibaldi.
Después de recurrir a la última ratio, las potencias imperiales se
dispusieron a internar el Paraná y el Uruguay, declararon el bloqueo de
todos los puertos, apresaron los barcos mercantes y se prepararon a
ocupar los puntos dominantes del litoral argentino. La unidad de
Garibaldi cañoneó, incendió, arruinó, tomó por asalto y saqueó la
Colonia del Sacramento, luego tomó la isla Martín García, por el río
Uruguay atacó al pueblo puramente comercial y desguarnecido de
Gualeguaychú, saqueándolo durante dos días, a Paysandú, donde fueron
rechazados, igual que en Concordia.
Pero a pesar de los atropellos, depredaciones y crueldades, la
intervención no podía ocupar los puntos guarnecidos regularmente por la
Confederación. Es así que las potencias resolvieron que sus escuadras
combinadas forzasen a cañonazos el paso del Paraná hasta llegar y tomar
a Corrientes, a fin de dominar ese gran río. Hasta entonces sólo se
habían producido actos de fuerza para intimidar al gobernante nativo,
método con el que en otros países habían obtenido amplias concesiones.
Pero aquí y ahora, iba a comenzar la verdadera guerra.
Preparativos
En la costa norte de Buenos Aires, a unos 160 kilómetros de la Capital,
poco más allá de San Pedro, el río Paraná forma un recodo que se conoce
como la Vuelta de Obligado. A esa altura el río tiene unos setecientos
metros de ancho, y por ahí debía pasar necesariamente la flota
extranjera para llegar a Corrientes. En ese lugar levantó sus
principales baterías el general Lucio Norberto Mansilla, jefe del
departamento del Norte, miliciano de la reconquista con Liniers, oficial
de la campaña oriental con José Gervasio de Artigas, comandante del
ejército de los Andes con San Martín, de Maipú y la campaña del sur de
Chile con Las Heras, héroe de la guerra con Brasil, un probado veterano
de la Independencia con dotes singulares para sacar ventajas de
cualquier situación de armas.
General Lucio Norberto Mansilla
Sin embargo, carecía de los recursos naturales para desenvolver esas
cualidades: es el momento en que el águila enjaulada tiende inútilmente
sus alas y devora el espacio con los ojos. Hizo lo que pudo para
conseguir esos recursos –municiones de artillería e infantería para las
dotaciones completas-, pero éstos nunca llegaron. Mucho patriotismo y
pocas municiones.
Mansilla montó cuatro baterías en la costa firme: la denominada
Restaurador Rosas mandada por Alvaro José de Alzogaray, la General Brown
por Eduardo Brown, el hijo del almirante, la General Mansilla por Felipe
Palacios, y la Manuelita por Juan Bautista Thorne. Eran servidas por un
total de ciento sesenta artilleros y otros sesenta de reserva,
parapetados tras merlones de tierra pisada entre cajones. Guarnecían las
cuatro baterías quinientos milicianos de infantería al mando de Ramón
Rodríguez y otra cantidad similar, con varios cañones, en los espacios
entre ellas. De reserva, apostados en un monte, seiscientos infantes y
dos escuadrones de caballería al mando de José María Cortina. Detrás de
ellos, unos trescientos vecinos de San Pedro, Baradero, San Antonio de
Areco y San Nicolás, reunidos a último momento. La custodia del general,
setenta hombres al mando de Cruz Cañete.
En la orilla, en un mogote aislado, estaban apoyadas unas anclas, a las
que se asieron tres gruesas cadenas que atravesaban el río hasta la
orilla opuesta, donde quedaron sujetadas a un bergantín armado con seis
cañones al mando de Tomás Graig, estribor con frente al enemigo. Las
cadenas se corrían sobre las proas, cubiertas y popas de veinticuatro
buques desmantelados, hundidos y fondeados en línea. Con esto se propuso
Mansilla mostrar a los anglo-franceses que el pasaje del río no era
libre, y obligarlos a batirse si intentaban pasarlo.
Comienzo de las acciones
La flota enemigo fondeó dos millas más abajo y durante dos días ambas
fuerzas hicieron reconocimientos e intercambiaron algunos disparos de
cañón. A las ocho y media de la mañana del 20 de noviembre de 1845
avanzaron sobre las baterías de Obligado once buques enemigos con
noventa y nueve cañones de grueso calibre, de los cuales treinta y cinco
eran Paixhans, de bala con espoleta y explosivos, acreditados por los
estragos que habían hecho en los bombardeos de Méjico. Media hora
después rompieron sus fuegos. La banda del batallón Patricios hizo oír
el himno nacional. El general Lucio Norberto Mansilla, de pie sobre el
merlón de la batería Restaurador Rosas invitó a los soldados a dar el
tradicional grito de ¡viva la patria! Y a su voz arrogante y entusiasta,
el cañón de la patria lo ilumina con sus primeros fogonazos. Otra media
hora después y el combate se generaliza, entrando todos los buques en
acción. Los pechos de los soldados argentinos sienten por primera vez la
lluvia de bala y metralla, pero sin embargo las baterías de tierra ponen
fuera de combate dos bergantines ingleses.
Al mediodía Mansilla comunica a Rosas que el enemigo no ha podido
acercarse a la línea de atajo, pero que dada su superioridad, cree que
lo harán, porque a él le faltan las municiones para impedirlo.
Efectivamente, pocos minutos después el capitán Tomás Graig, comandante
del bergantín argentino Republicano, que sostenía esa línea de atajo,
quema su último cartucho. Cuando pide más municiones a tierra y le
responden que ya no hay, hace volar su buque para no entregárselo al
enemigo, y va con sus soldados a tomar el puesto de honor en las
baterías de la derecha. Los buques de la alianza imperial avanzan hasta
la línea de atajo, sufriendo todos los fuegos de las baterías. Como un
volcán arrojando serpientes de fuego en todas direcciones, el agua
cubierta de nubes de pólvora quemada, entre estrépitos de muerte, el
Paraná se convierte en un infierno.
En lugar prominente de este cuadro está Mansilla; y su esfuerzo
prodigioso, y su vida que respeta la metralla, y su espíritu, pendiente
de una probabilidad halagüeña, concentrados en ese punto del río Paraná,
donde se juegan el derecho y la honra de la patria que él defiende. Hay
un momento en que esa probabilidad parece sonreírle: es cuando los
cañones de las baterías hacen retroceder algunos buques, ponen fuera de
combate algún otro y apagan los fuegos de varios cañones enemigos. Pero
simultáneamente una lancha con un contingente inglés logra cortar las
cadenas y hacer pasar del otro lado algunos buques.
El sordo de Obligado
A las cuatro de la tarde Alvaro José de Alzogaray, con casi todos sus
artilleros muertos, quema en su cañón el último cartucho. La batería de
Juan Bautista Thorne es un castillo incendiado. Allí se sienten las
convulsiones estupendas del huracán que ilumina con sus rayos una vez
más la vida y que a poco fulmina la muerte entre sus ondas. El estampido
del cañón sacude la robusta organización del veterano de Brown. El mismo
Thorne dirige las balsas y los cañones, que hacen estragos al enemigo.
Se fractura un brazo y se golpea la cabeza, de tal manera que perderá el
oído para siempre. Desde entonces sus viejos compañeros le llamarán el
Sordo de Obligado.
Juan Bautista Thorne
Después de ocho horas de bombardeo incesante, los patriotas se quedan
completamente sin municiones. Mientras los cañones de los buques
enemigos siguen disparando, se lanza la infantería de desembarco sobre
las diezmadas fuerzas argentinas. Mansilla se pone a la cabeza y manda
calar bayonetas. Al adelantarse, es derribado por la metalla en el
estómago y queda fuera de combate. El coronel Ramón Rodríguez lleva otra
carga con los Patricios y repele al enemigo; pero éste finalmente logra
controlar el campo. Los europeos contaron ciento cincuenta bajas en la
Vuelta de Obligado y sus mejores buques quedaron bastante averiados. Los
argentinos sufrieron seiscientos cincuenta hombres fuera de combate y
perdieron dieciocho cañones. Durante casi ocho horas, no se dejó de
hacer fuego de parte a parte. Fue un brillante hecho de armas para ambos
bandos.
La victoria que alcanzaron los anglo-franceses resultó pírrica; quizás
confiaron demasiado en lo que aseguraban los emigrados unitarios, su
prensa y sus libros: que ante su presencia en las costas, los pueblos
“sacudirían el yugo de Rosas y harían causa común con ellos”. Forzaron
el pasaje del río y tal vez podrían dominarlo, pero supieron que no
podrían avanzar tierra adentro, ya que se sublevarían contra ellos todas
las fibras de un pueblo viril atacado en sus hogares.
El desengaño de los aliados fue tan grande, como impotente de ahí en más
la prédica de los emigrados. Y después de Obligado, todos en la
Confederación se pusieron sin reservas al servicio de la patria y de los
principios que Rosas sostenía, ancianos de las luchas de la
Independencia, gauchos viejos de la edad de oro, opositores y muchos
unitarios conspicuos, como el coronel Martiniano Chilavert, el artillero
más científico de la época. Pero además en toda América y en Europa se
consideró a Rosas como el único jefe americano que había resistido las
violencias y agresiones de las dos mayores potencias mundiales. Desde
entonces será llamado “el grande hombre de la América”.
Recuperación de la bandera de Vuelta de Obligado
En nuestro Museo de Historia Nacional hay una bandera que tomada por los
ingleses en la Batalla de Obligado, fue devuelta a la Nación. Pero la
historia de esta devolución es tan emotiva como desconocida y esta nota
lo que pretende es narrarla no con el fervor que cualquier argentino
desearía, sino con un documento que 40 años más tarde, escribiera uno de
los Comandantes de la Fuerza Invasora el Almirante Sullivan, el que el
26 de octubre de 1883, - ya anciano - se presentó al Consulado Argentino
en Londres para devolver una Gran Bandera Argentina.
El documento expresaba: “En la batalla de Obligado en el Paraná el 20 de
octubre de 1845 un oficial que mandaba la batería principal (era la
Manuelita) causó la admiración de los oficiales ingleses que estábamos
más cerca de él, por la manera con que animaba a sus hombres y los
mantenía al pie de los cañones durante un fuerte fuego cruzado bajo el
cual esa batería estaba expuesta. Por más de 6 horas expuso su cuerpo
entero. Por prisioneros heridos supimos después que era el coronel Ramón
Rodríguez del Regimiento de Patricios de Buenos Aires.
Cuando los artilleros fueron muertos, hizo maniobrar los cañones con los
soldados de infantería y él mismo ponía la puntería. Cuando el combate
estuvo terminado habían perdido 500 hombres entre muertos y heridos de
los 800 que él comandaba. Cuando nuestras fuerzas desembarcaron a la
tarde y tomaron la batería, con los restos de su fuerza se puso a
retaguardia, bajo el fuego cruzado de todos los buques que estaban
detrás de la batería, defendiéndola con armas blancas. La bandera de la
batería fue arriada por uno de los hombres de mi mando y me fue dada por
el oficial inglés de mayor rango. Al ser arriada cayó sobre algunos
cuerpos de los caídos y fue manchada con su sangre.
Quiero restituir al Coronel Ramón Rodríguez si vive, o sino al
Regimiento de Patricios de Buenos Aires si aún existe, la bandera bajo
la cual y en noble defensa de su Patria cayeran tantos de los que en
aquella época lo componían. Si el Coronel Rodríguez ha muerto y si el
Regimiento de Patricios no existe, yo pediría que cualquiera de los
miembros sobrevivientes de su familia que la acepten en recuerdo suyo y
de las muy bravas conductas de él, de sus oficiales y de sus soldados en
Obligado. Los que luchamos contra él y habíamos presenciado su
abnegación y bravura tuvimos grande y sincero placer al saber que habían
salido ileso hasta el fin de la acción”.
Después de Obligado
Después de la cruenta acción de Obligado, tras los barcos de guerra
esperaba en el Ibicuy un convoy compuesto de 92 mercantes, de los cuales
solo 50 siguieron la navegación rumbo al norte; el resto, visto los
riesgos del viaje, prefirió regresar a Montevideo. Al pasar frente a
Obligado, fueron nuevamente atacados por una artillería volante dirigida
hábilmente por Thorne, que provocó daños de consideración en la mayoría
de las unidades. Lo mismo cuando trataban de pasar frente a las
barrancas de Tonelero y Acevedo; ya restablecido, el propio Mansilla
dirigió aquí la ofensiva, haciendo certero blanco en los buques de
guerra que iban a la vanguardia.
El río es ancho en ese paraje, y pudo eludirse sin mayores problemas el
ataque argentino. Pero nuestros defensores se desplazan con increíble
agilidad, neutralizando con bravura las ventajas materiales del
adversario. En San Lorenzo, a la vera del campo histórico del primer
combate de San Martín en América, disimuladas entre altas malezas sobre
el río, ubicó Mansilla sus baterías, dispuesto a acosar hasta el
escarmiento a los intrusos. Al paso de las naves mercantes se iza de
improviso la bandera argentina y todas nuestras piezas disparan
simultáneamente un fuego que sembró pánico en el río y una confusión
tremenda, dando unos barcos contra otros, “sin que apenas un solo buque
saliera sin recibir un balazo”, según informa Inglefield al
almirantazgo. Perdieron los aliados cincuenta hombres y dos más de sus
navíos de guerra, el “Dolphin” y el “Expeditive”, resultaron muy
seriamente dañados.
Al fin llegaron a Corrientes, única provincia cuyo gobierno no respondía
a Buenos Aires. Esperaban poder vender la carga que transportaban las
naves mercantes, pero la guerra había sumido en una gran pobreza a los
pueblos del interior, de modo que el aspecto comercial se vio signado
por un rotundo fracaso. Y había que volver a desandar el río, cosa que
preocupaba seriamente a los otrora orgullosos marinos. Resolvieron pedir
refuerzos a Montevideo. A ese efecto despacharon al “Gorgón”, pero no
pudo pasar por el Tonelero. Después de tratar de sostener el nutrido
fuego que se le hacía desde tierra, tuvo que regresar y refugiarse
averiado en Esquina. Nuestros artilleros, con una habilidad increíble,
atando sus baterías a la cincha de fuertes caballos, seguían a las naves
del enemigo, que casi no podía creer en semejante asedio.
Los refuerzos pedidos no llegaban, y la escuadra anglo-francesa, tan
castigada ya, no se atrevía a emprender el regreso sin el auxilio de
otras naves de apoyo. Se despachó entonces la corbeta “Philomel”,
atacada también en el camino, pero que logró llegar a destino. Desde
Montevideo zarpan entonces los vapores ingleses “Harpa” y “Lizard”. Pero
en el Quebracho, el “Lizard” quedó tan descalabrado que –prácticamente-
no serviría ya de protección. En el parte correspondiente, el teniente
Tylden dice que “el enemigo volteó nuestra pieza del castillo de proa, y
su terrible fuego de metralla, que cribó el barco de proa a popa, me
obligó a ordenar a oficiales y tripulación que bajasen”. También hubo de
refugiarse en Esquina. Había recibido 35 balas de cañón.
Medio año pasó desde la acción de la Vuelta de Obligado, hasta que,
después de muchas indecisiones y de grandes pérdidas, el convoy
extranjero se atreve a regresar: 40 barcos mercantes y 12 de guerra,
aunque dos de ellos, por lo menos, fuera de combate.
El honor correspondió esta vez al Quebracho: fue donde se libró un
encuentro definitivo. Allí instaló Mansilla diecisiete cañones, mientras
600 soldados de infantería respaldaban esa fuerza contra un eventual
desembarco, más de 150 carabineros, complementados con piquetes del
batallón de Patricios, al mando del mayor Virto; en el centro, Thorne
mandaba dos baterías y dos compañías de infantería, y hacia el otro
extremo el batallón Santa Coloma, al mando de este jefe. Cuando los
buques de guerra enfilaron a las baterías de la Confederación, el
general Mansilla, después de gritar “¡Viva la soberana independencia
argentina!”, dio la orden de fuego. El enemigo pretendía defender el
paso de los buques mercantes, entreteniendo a nuestras baterías, pero
fracasó en su propósito.
La altura en que se encontraban los cañones criollos los hizo
inaccesibles para la pesada artillería aliada; en cambio, el
desconcierto en el río no pudo ser mayor. Algunos barcos vararon, en su
tentativa de huir, y todos sufrieron las implacables descargas de
nuestras piezas. El teniente Proctor, en su comunicado el capitán Hotham,
le dice así: “El fuego fue sostenido con gran determinación; fuimos
perseguidos por artillería volante y considerable número de tropas que
cubrían las márgenes haciendo un vivo fuego de fusilería. El “Harpy”
está bastante destruido: tiene muchos balazos en el casco, chimeneas y
cofas”. Hotham, a su vez, acompañando la nómina de muertos y heridos
ingleses y franceses en el Quebracho, confiesa al final, sobriamente:
“Los buques han sufrido mucho”. Pero el regreso del convoy, maltrecho,
disminuido (en El Quebracho se perdieron muchos barcos, incendiados,
varados, hundidos), provocó sordo malestar en los comerciantes de
Montevideo, que se prometían pingües utilidades con transacciones de
gran volúmen. Fuente
Zona militar